Esta noche ladran los perros

Mary, esta noche ladran los perros. Se escuchan algunos cerca y otros a lo lejos. Decía la abuela que era el paso de la muerte lo que anunciaban, y entonces había que asegurarse de que estaba uno bien vivo, que respiraba bien y que no había nada que indicara en nuestra puerta el derrotero de su andar.
Los perros ladran siempre aquí, entre los pobres; no porque entre los ricos no haya perros, sino porque siempre se mueren primero los que nada tienen y que por todo luchan.
Ladran mucho y desde niño siempre le tuve miedo a sus aullidos, a los alaridos enloquecidos que dejan salir del hocico a eso de las tres de la mañana; son los gallos de los citadinos pobres, paracaidistas y buscavidas que había por ahí, viviendo entre la mierda y la droga.
De vez en cuando, después de tanto aullar se escuchaba que peleaban y algún grito desaforado de algún vecino madrugador o ebrio.
Siempre se veían algunos enroscados en la noche sin estrellas y hasta la mañana sin aurora.
Los perros, cuando salía temprano a la escuela, se acurrucaban frente a mí y dejaban de dar miedo. No me imagino a ninguno de esos niños ricos que van en coche acariciando a un pulgoso que nada come. Hay que ser muy pobre o muy humilde para amar al que sufre.
Esta noche ladran los perros, Mary, y no puedo evitar recordar las madrugadas de mi infancia solitaria, sin amigos, rodeado de niñas, en la que reinaban los cuentos de fantasmas y de muertos contados por los padres y los abuelos. Esas noches en las que era más seguro guarecerse bajo las sábanas aunque uno sudara sin consuelo.
Escuchaba a veces subir a alguno de mis tíos balbuceando algo de borrachos o abriendo la puerta para ir a trabajar con el primer transporte de las cuatro. Había que llegar al rastro antes de las cinco para comprar alguna res en canal o alguna cabeza de puerco para la tablajería. Salía mi tío con una chamarra abombada y un fajo de billetes bajo la trusa.
Y subía el otro, haciendo sonar pasos balbuceantes y pequeños golpes, como chasquidos de madera de la guitarra, que estaba cansada de tanto acompañar con su canto el canto de los desvelados.
Y yo me sentía solo mientras entraba una ligera brisa por el vidrio roto de la ventana. Miraba afuera una luz mortecina que se mantenía encendida en las escaleras que daban a la calle. Me daba miedo mirar y sin embargo miraba. Y me resguardaba del frío escuchando la respiración de los padres y de la hermana que no parecían tener mis preocupaciones.
Todos dormíamos en un cuarto pequeño y frío en el que había goteras en tiempos de lluvias y moho en las paredes por la humedad que bajaba todo el año del cerro en el que estaban, como metidas, todas las altas casas de la colonia.
Y mientras tanto, ladraban los perros. Y, cuando llovía, teníamos que mover las camas y forrar con hule cristal los colchones y, a veces, lo recuerdo vagamente, dormir con una cubetita al lado, oyendo sonar cada gota que entraba por la lámina de asbesto agrietada.
Y algunas otras veces, mientras los perros ladraban, caía una gota en la cabecera que me mojaba muy poquito, lo suficiente para no dejarme dormir y hacerme escuchar los ladridos y los gritos y los cantos de mi tío que estaba en la entrada tocando su guitarra.

EM.

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