Lunes

Lunes

Apareciste de repente, otra vez. 

Tus ojos me miraron 

y yo tuve que mirarte.

Has destrozado mi alma

con una mirada, con un fuego.

Es un aturdimiento desear así:

un mundo se derrumba 

y comienza uno nuevo.

EM.

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¡Malditos punks! (XI)

Es curioso cómo nace una obsesión. Cuando me quedé solo comencé a buscar refugio en rincones muy específicos de la casa y sólo en ellos me sentía a resguardo de un mundo en el que ella ya no estaba. Todo lo demás parecía ser demasiado grande para vivirlo: la cama, el ropero, las puertas, los sillones…

Las cosas, que habían sido hechas entre dos, de pronto ya no eran más que mías: jamás me hizo más infeliz la posesión de un todo que antes me era preciado. Tuve que desprenderme de muchos objetos que ahora eran inútiles, que ya no encontraban un sentido para contenerse solamente en dos manos muy abiertas. 

Me dolían los brazos y el pecho hasta el ardor. La espalda estaba hecha polvo cada noche, dormido entre almohadones y sobre un colchón que nos había costado una pequeña fortuna. Las luces de las ventanas altas me cegaban.

EM.

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Chéjov

Esa tristeza profunda,

desasosiego eterno,

amor precario y roto.

¡Qué profundo es el humano

que se quiebra en su martirio

y sobrevive en el suplicio

de una vida que ha perdido!

EM.

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¡Malditos punks! (X)

No había nada, todo era una desesperación quemante por llenar los espacios vacíos. No entendíamos a los chicos que vivían en la ciudad, en donde todo era fácil. Acá, entre los montes de arena y las dunas sobre el pavimento, todo estaba metido en huecos húmedos e infectos. 

Todas las calles eran vericuetos y médanos, laberintos en los que uno se desbocaba sin freno posible. La caída, siempre esperada, llegaba en el momento menos propicio.

La veía pasar, subir y bajar en la calle, mientras, jugando al fútbol con amigos que aspiraban thinner en estopas y vendas, yo me ahondaba en la soledad de saberme ignorado. Mis ojos se perdían tras ella, que siempre se alejaba velozmente hacia amantes que podían darle todo lo que yo no podía.

Yo llevaba los tenis llenos de barro, no tenía coche ni dinero en el bolsillo. Éramos demasiados y todo lo que robábamos se esfumaba en un par de noches. La absoluta pobreza de los techos de lámina y los baños sin puertas no permitía pensar en conseguir más que aquello que duraba un día. 

Los libros, desde entonces, se convirtieron en el único símbolo de permanencia. Sus hojas, tan frágiles, eran, sin embargo, lo menos precario en ese mundo resquebrajado. Los jirones y los muros hechos polvo no existían de pronto, tras esas cortinas bicolores, llenas de símbolos errantes.

El desamor y la pobreza del suburbio se desarmaba cuando yo podía leer. Sin saberlo, aquella actividad solitaria e insolente en medio del caos y la violencia, me estaba salvando la vida. Ahora, mucho tiempo después, me pregunto, mientras veo el humo del incienso que se expande con el viento, ¿he hecho bien al salvarme?

EM.

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Ella

Fue una mañana de domingo. La niebla se empezaba a desvanecer y los pájaros sobre los árboles del jardín daban sus primeros gorjeos. Ella, con el cabello aún castaño, estaba sentada sobre una mecedora, con una cobija roja de felpa sobre su cuerpo cada vez más consumido. Sus ojos, esos ojos que habían sido amados por cuarenta años, miraban fijamente al naranjo que tenía las hojas de un verde muy brillante. En la mesilla había una taza con un líquido amarillo y humeante.

El hombre, parado en la puerta trasera de la casa, sostenía una taza blanca en la mano derecha. Tenía la cabeza entrecana y en las manos morenas saltaban unas venas muy gruesas. Ese hombre debía estar cerca de los setenta años y aún el vigor no lo había abandonado del todo.

La mujer, en cambio, estaba consumida, como si la vida, que había sido plena e intensa, hubiese acabado con su piel otrora blanca y tersa. Ahora en sus manos se veían pequeñas manchas café y toda la piel comenzaba a arrugarse. Había sido una mujer muy bella que ahora parecía mucho más anciana de lo que era. 

Desde la puerta, él se preguntaba por sus pensamientos, poniendo atención a cada rasgo de aquél rostro largamente amado. Se dejaba llevar por la preocupación y la extremada atención que se pone en una persona enferma y que parece próxima a morir. Cada movimiento es un recuerdo y una alarma. 

Ella, perdida en los recuerdos que la inundaban, estaba pensando en él, y en los otros amores que, a lo largo de los años, habían despertado en su cuerpo aquellas bellas sensaciones. 

Recordaba cuando le conoció, cuando se fueron a vivir juntos y la primera separación. Pensó también en aquél hombre enorme que la volvía loca cuando vivía en una ciudad semiárida del centro. Y, por último, pensó en la vida de los últimos treinta y cinco años, esa vida que habían compartido tras encontrarse. 

Por fin, en un instante en que vio con mucha claridad su rostro joven, sonrió y volteó a ver a su compañero. Él no se había movido y no había dado un sólo sorbo al café, que se enfriaba con la niebla decadente. Los dos se enredaron en la complicidad de sus miradas y ella, tomando la taza con su anular izquierdo, le pidió un último cigarrillo.

EM.

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¡Malditos punks! (IX)

El tiempo me persuadió de que no había mejor droga que la violencia. Apuñalar a aquél tipo que nos había chantajeado por meses, amenazando con echarnos encima a los tipos del Eje fue la mejor decisión que pudimos tomar en conjunto. Todo había salido muy bien y en el suburbio nadie nos había ubicado. Éramos sombras entre sombras. Gente que escapa a diario de su colonia para ir a una oficina en la ciudad. Nosotros fingíamos y nos movíamos continuamente, yendo y viniendo en las combis y los trenes.

Recuerdo que fue una mañana cuando fuimos a tirarlo a una barranca en Naucalpan, en una presa cerca de la que yo había crecido escuchando las historias de tragedia de muchas familias que encontraban cuerpos pútridos entre los desechos industriales, las aguas negras desecadas y la basura que apestaba todo alrededor. Ahora, muchos años después, lejos de aquél niño que había cruzado ese puente para ir a una misa soporífera de domingo en la mañana, estaba, con el sopor y la náusea de no evadir el destino, estaba allí, tirando un cuerpo envuelto en bolsas negras, descabezado y sin piernas, que habíamos traído en un Volvo viejo.

A pesar de la locura que me invadía, la sensación de poder y riesgo era mejor que todas las pastillas con las que me había atiborrado; todo era mucho mejor que las luces y la consciencia expandida de las sustancias. Aquél vértigo, lleno terror y desesperación, era mejor para mí que todo lo demás.

Fue entonces cuando, conteniendo el vómito, dejamos caer el bulto cuya caída no alcanzamos a oír en medio de la noche. Yo, no obstante, lo imaginé crujiendo sobre las piedras enormes que desaparecían con la subida de las aguas llenas de mierda.

  • La mierda con la mierda -les dije. Y me reí, aunque quería llorar.

Los demás también se rieron, y luego corrimos al auto, acelerando para alejarnos hacia el norte, siempre el norte, a cuatro municipios de distancia, buscando en las casas apiladas como cajas de cartón, la paz de las mañanas más frías y solitarias.

Ahora, hoy, mientras escribo esto, y cuando nadie nunca sabrá si aquello me pasó a mí o a alguien más, sé que jamás descubrirán a ese pobre diablo maltrecho al que apuñalamos cuando llegaba, jadeando de un trabajo solitario y decadente. De su podredumbre no debe quedar ni el nombre, ja, ja.

¡Malditos punks, nunca, ni en sus mejores sueños, serán como nosotros!

EM.

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¡Malditos punks! (8)

Mi primo tenía la cara hinchada por los golpes. Cuando lo vimos, supimos que teníamos que hacerlo. 

Salimos en el auto a buscarlos. En el frente iban Moisés y Alfonso; atrás íbamos él, Carlos y yo. Y rondamos por horas, yendo de un lado a otro, mirando a todas partes, intentando distinguir en la oscuridad. Pero no los encontrábamos en aquél barrio de calles sinuosas y cerradas. No se veía a nadie, sólo algunas sombras a lo lejos, doblando en las esquinas.

Yo llevaba las botas negras, las que tenían cascos grandes, y una navaja en el bolsillo. Los demás, más tradicionales en sus métodos, sólo tenían los puños como armas. Pero, igual, no dábamos con nada, sólo sombras oblicuas escapando de nuestros ojos y de los faros del auto.

Entonces, como a las once, por fin dimos vimos por detrás súper a tres que caminaban dando grandes risotadas y dejando escuchar sus pasos en la calle desierta. Yo me pegué al asiento después de señalarlos, para que él pudiera sacar la cabeza por la ventana. 

  • Son ellos -dijo, dejándose caer nuevamente.
  • Bueno, vamos – respondió Moisés, bajando las luces. 

Anduvo despacio, acercándose con cuidado, sin dejar de mirarlos. Carlos y Alfonso se bajaron antes, para cerrarles el paso por detrás; nosotros permanecimos dentro, sin luces y sin música. En un momento, uno de ellos volteó y rió bajó la farola. Moisés, entonces, aceleró de golpe y les ganó el paso. Yo bajé como loco y también lo hizo él. Moisés se apeó corriendo, o eso pensé porque, en unos segundos, ya estaba a mi lado.

Uno de los tipos nos gritó e intentaron retroceder, pero la calle era estrecha y habíamos calculado interceptarlos lejos de las esquinas. Uno corrió pero lo vimos caer más allá, bajo las sombras de Alfonso y Carlos. Gritó y se oyeron golpes. 

Los otros dos se no echaron encima, pero no tenían nada, eran sólo unos chicos idiotas que atacaban en montón. Nos trenzamos con ellos en una pelea, pero éramos mejores y teníamos ventaja numérica. Los redujimos. 

A lo lejos se oyeron gemidos, era el tipo al que arrastraban por las piernas. 

Yo estaba sangrando por la nariz, a pesar de todo, y ver la sangre me encendió. Saqué la navaja y fui sobre los tipos a los que Carlos y él, muy hinchado aún, pateaban. 

  • ¿Ves, hijo de tu puta madre? 
  • ¡Ya se los cargó la verga, putos!
  • ¡Malditos hippies de mierda! – les grité, y dejé ir el casco de las botas contra sus caras, como si fueran balones de fútbol. -Pinches chamacos pendejos, se quisieron pasar de verga. 

Uno de ellos convulsionó y Moisés me sostuvo. El otro, que era el que él más recordaba, estaba tirado en el suelo, lleno de sangre. El tercero tampoco se movía ya, y lo habían desnudado de la parte de arriba, su chamarra estaba chida.

Ya nos íbamos y el que se había pasado más, en el suelo y sangrante, dijo algo que me prendió de nuevo:

  • ¡Maldito punk, sé quién eres!

Entonces me regresé, con la navaja bien agarrada. Saqué la hoja y, después de pisarle la cabeza, la dejé ir en el hígado, o donde yo creía que estaba el hígado. 

  • ¡Ahora ya no sabes, hijo de  tu puta madre! -le grité y le pisé la cabeza otra vez.
  • ¡No mames, cabrón, ya lo mataste! -me dijo Moisés. 
  • ¡Chinga tu madre, gordo, siempre has sido un puto! ¡Arranca esa madre!

Y temblando arrancó el coche en aquella calle desierta. No había nadie ni había habido nadie y, si lo hubo, nunca nadie supo de esa persona. Nos fuimos por la espalda de Echegaray y subimos hasta Lomas Verdes, antes de salir a Santiago, para dar rodeos.

Allí subió la velocidad y remontó toda la avenida con dirección al norte. 

Al llegar a casa me quité las botas, las limpié con un trapo que eché a la basura y salí a tirar la navaja en una coladera. 

Al siguiente día me corté la cresta.

EM.

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Senil

Ya estaba senil. A veces caminaba por el pasillo, una y otra vez, sin sentido. No se daba cuenta de quién estaba en la otra habitación o quién bajaba las escaleras. No sabían si era porque no escuchaba o porque su mente ya no podía distinguir entre lo real y lo imaginario. 

Asumieron con el tiempo que simplemente debían dejar de pensar en ello y centrarse en sus cosas. Ella podía dar rienda suelta a su kinestesia provecta mientras no estuviera quejándose, llorando o desesperándose por algo. 

Entonces, por mucho tiempo antes de que aquello ocurriera, podían andar por la casa, esquivándola, apenas hablándole para que se hiciera a un lado, para que fuera al baño, para que se lavara las manos, para que bajara a comer. Y luego de eso, ya podía estar por horas vagando por la casa.

Y cuando lloraba o se le apilaban los recuerdos de hacía cincuenta años en una cabeza que no recordaba qué había comido en la tarde, intentaban consolarla; después de un rato, ya sólo le pedían que se callara y, luego, después de un tiempo que parecía eterno, le gritaban, la amenazaban con el asilo, salían corriendo de la habitación y la encerraban.

Cuando esto ocurría, ella gritaba, pateaba la puerta, la golpeaba con todas las fuerzas que le quedaban a ese cuerpo que cada día se parecía más a un cadáver. Y subían a hacerla callar, a seguir amenazándola, a pedirle que de una vez por todas dejara de hacerles la vida imposible. No querían que los vecinos se enteraran de su desesperación, así que le abrían y ella deambulaba y lloraba, deambulaba y lloraba. 

Y el proceso se repetía una y otra vez hasta que, quién sabe por qué tipo de magia, se olvidaba de aquello que la hacía llorar y paraba. Entonces le encendían la televisión y ella, sin entender nada, veía a esos muñecos moverse dentro de una pecera: los veía reír y llorar, besarse y pelear, vivir y morir sin apenas saber quién era quién y por qué todo aquello ocurría. 

Muchas veces él, que era uno de ellos, pensó en que para ella la vida también transcurría así, como si la viera a través de una pantalla dentro de la cuál todo el mundo representaba un papel absurdo, en donde nadie sabía por qué hacía lo que hacía y nadie sabía quién era. Y pensaba también en que todo lo que pasaba en la vida era, en realidad, así. 

“¿Qué realidad es la verdadera?”, se preguntaba mientras fumaba un cigarrillo pegado a la reja que daba a la calle, mirando pasar a la gente, casi corriendo, llegando del trabajo o con la bolsa del pan en la manos. Y todo era así: una pantalla en scroll en la que, como en los videojuegos antiguos, la gente avanzaba hacia una ilusión, hacia un objetivo que seguía estando contenido en el marco estrecho de la pantalla de un televisor. 

Y luego, cuando salía de sus pensamientos y volteaba hacía arriba, ella estaba allí, en el balcón enrejado, tomada de los barrotes como una presa, mirándolo sin saber a quién veía. Él levantaba la mano para saludarla, ella devolvía el saludo y se metía a la habitación para sentarse en la cama y envolverse en sus pensamientos, arcanos para los no entendidos. 

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Aquello pasó una tarde en que él no estaba. Estaba otro, uno que no era él pero que era de ellos. Este él, el que no era aquél que pensaba en videojuegos pegado a la reja, era hijo de ella; era, en fin, un hombre irascible y débil que huía, que se escondía en espacios vacíos, en los pantanos oscuros de su mente y la miraba con odio, con la desesperación del impotente, del que está lejano de la impasibilidad. 

Los primeros meses la había aguantado, había aceptado que tenía que estar con ella, que debía cuidarla hasta que muriera. Pero con los meses se había ido trastornando, volviéndose en su contra, rogando en silencio que aquello se acabara. Y ella, aislada en aquella habitación de casa de interés social, sólo le miraba tan lejos y tan cerca, percibiendo en la desesperación de su soledad que aquél era su hijo.

En ocasiones, cuando una luz abría algún nubarrón, se lo decía: “me odias, hijo; tú me odias” y él le gritaba, se paraba del sillón en el que veía televisión y levantaba el puño. Ella comenzaba a llorar con aquél neurótico enfrente y se tiraba en la cama, ovillada y volteada contra la pared. 

Entonces ambos vivían en el infierno de saber que sus vidas no habían tenido ningún sentido, que estaban encerrados en aquella pecera de cuatro por cuatro en la que la única ventana al mundo era aquella pantalla. Y se sentían asfixiar el uno a la otra y viceversa. Con el tiempo, ella dejaba de llorar y él de temblar por la agonía de dominarse por miedo a matarla, aun con el deseo de hacerlo en el fondo del pecho. 

Se quedaban en silencio.

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Entonces ocurrió. Fue un martes. El primer él había ido a trabajar, desde muy temprano. El día anterior la había saludado desde la reja, como dos presos que se miran de un pabellón a otro. Entonces el martes ella comió y se fue a sentar en la cama. Y él, el segundo él, lavaba los platos cuando escuchó que ella deambulaba por el pasillo, como siempre. 

Mientras fregaba su vaso, sintiendo asco hacia aquél cuerpo viejo que había tocado esos objetos, escuchó que ella regresaba a la habitación. Se lavó las manos con fuerza, cerró el grifo y se secó con un trapo limpio. Entonces escuchó. 

Ella tosía fuerte, la oyó levantarse, la oyó andar más rápido que de costumbre. La dejó, estaba acostumbrado a dejarla, a hacer como si aquél ser no fuese de verdad, como si no existiera. 

Ella intentó decir algo, articular alguna palabra en aquella boca ya inútil, balbuceante. Él la escuchó pero hizo como si no lo hiciera. Incluso abrió el refrigerador y se sirvió un vaso de coca. Lo bebió apoyado en la barra de la cocina mientras escuchaba aquellos farfulleos desesperados. 

Después de lavar el vaso, subió lentamente las escaleras y la vio en el suelo, con una mano estirada como si quisiera arrastrarse por las losas baratas. Se ahogaba. 

La veía desde el pie de la escalera y deseaba que aquello, que no había ocurrido por su acción sino por un azar de la existencia, acabara pronto, que no le diera tiempo de sentir remordimiento, que por fin pudiera descansar de aquello. 

La vio morir sin moverse, sin pensar en nada, observándolo todo como a través de una pantalla. 

Cuando él, el primer él, llegó, la anciana seguía en el suelo, y él, el segundo él, su padre, estaba parado en el balcón, agarrado de la reja. El primer él notó algo raro en su mirada y estiró la mano para saludarlo cerrando la reja que daba a la calle. El primer él, su padre, levantó la mano, como hacía la abuela. Y luego se metió en la habitación para sentarse sobre la cama. 

EM.

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Eso

Desde la distancia te miraba. Estaba allí, inmóvil, con la mirada fija y los ojos demasiado rectos. Tú ibas en el coche y el semáforo te dejaba voltear fijamente hacia allá. Se escuchaba a Frank Zappa en el reproductor y los riffs te enloquecían en aquél tráfico suburbano de media semana.

Y luego eso, mirándote con su desgarbada cabeza desprendida, con su blanquitud de muerto, con sus ojos de enajenada (¿enajenado?), con sus incólumes pestañas pintadas con líneas semicurvas. Mirándote, mirándote fijamente en segundos semafóricos interminables, con las gotas de sudor cayéndote pesadamente desde la frente y corriendo por la cara pegajosa. 

Y ella (¿él?) tan fresca(o), como si nada, como si el mundo fuese sólo  el espacio umbrío en el que ella/él descansaba, sin preocuparse del tráfico o de trabajar. 

En un momento, en esos segundos en los que el semáforo estaba a punto de cambiar, te dan ganas de bajarte y mentarle la madre, gritarle, decirle que se vaya a la verga y meterte detrás del mostrador-vitrina en el que está y darle en la madre. 

“¿Qué me ves hija/os de tu puta madre?” -pasa fugazmente por tu mente antes de escuchar un claxon sonar detrás de ti. 

“¡Mucha prisa, cabrón!” -gritas. 

Todavía volteas a verle antes de sacar el clutch y acelerar. 

“Pinche maniquí pendejo(a)” -piensas, lleno de rabia.

EM.

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Huida

Eres ese, el que va corriendo frente a todos los aparadores de la calle. En la banqueta hay demasiadas personas, pero las esquivas. En algún momento, cuando esto último se hace imposible, te bajas a la calle, pero también allí, además de los coches, hay gente empujando diablos que cargan enormes cajas de verduras. El olor a podredumbre te marea.

No ves hacia atrás, sólo sabes que te persiguen, que te han perseguido toda la vida por querer vivir una que no es la tuya, por tomar aquello que te fue negado. 

No te alcanzan aún, aunque sientes que esta vez sí. Podría ser que por fin te atrapen, que hoy sea el día en que termines en una celda, esperando a que vengan y les digan que no hay fianza, que todo se ha acabado, que irás a prisión. 

Pero sigues corriendo. Sin esperanzas, sin ganas, sin necesidad de escapar, incluso. Lo único que quieres es que todo aquello acabe, que ya no tengas que huir más. Ya no quieres ser perseguido. 

Entonces te ves las manos y están manchadas de sangre. Sabes que no hay escapatoria y te dejas caer de rodillas. 

Sientes a los policías acercarse corriendo como locos, esperas el golpe, esperas estrellarte contra el pavimento y, luego, la rodilla sobre la nuca. Te quedas como penitente y estás a punto de poner las manos atrás. Incluso las levantas un poco, para que no crean que te resistes. 

Pero no te dan tiempo, están ya demasiado cerca y las dejas caer sin fuerzas a los costados. Las botas resuenan en la calle. Gritos, amenazas, un tolete que roza una reja. 

Los ves pasar al lado, gritando. Ni siquiera te han visto. Es a otro al que persiguen. Te ríes. 

“Pinche ciudad de locos”, te dices. Y te metes al mercado para que crean que ayudas en una carnicería, para lavarte las manos. 

EM.

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